El Amor Es Ciego
1
El cinco de agosto, a las ocho, la calina cubría la ciudad. Liviana, en
absoluto estorbaba la respiración y se presentaba bajo apariencia singularmente
opaca. Parecía, por otra parte, teñida de azul con verdadera intensidad.
Fue cayendo en capas paralelas. Al principio cabrilleaba a veinticinco
centímetros del suelo, y los caminantes no podían verse los pies. Una mujer que
vivía en el número 22 de la Rue Saint-Braquemart, dejó caer la llave en el
momento de entrar en su casa, y no la podía encontrar. Seis personas, entre las
que se contaba un bebé, acudieron en su ayuda. Entretanto, a la segunda capa le
dio por caer. Y se pudo encontrar la llave, pero no al bebé que había tomado las
de Villadiego al amparo del meteoro, impaciente por escapar del biberón, sentar
cabeza y conocer los serenos placeres del matrimonio. Mil trescientas sesenta y
dos llaves, y catorce perros, se extraviaron de tal manera durante la primera
mañana. Cansados de vigilar en vano sus flotadores, los pescadores se
volvieron majaretas y se fueron a cazar.
La niebla se hacinaba en densidades considerables en la parte baja de las
calles en pendiente y en las hondonadas. Formaba alargadas flechas y se colaba
por las alcantarillas y los pozos de ventilación. Así invadió los túneles del
metro, que dejó de funcionar cuando la lechosa marea alcanzó el nivel de los
semáforos. Pero en aquel mismo momento, la tercera capa acababa de
descolgarse y, en el exterior, de rodillas para abajo todo era blanquecina
oscuridad.
Los de los barrios altos, creyéndose favorecidos, se burlaban de los de las
orillas del río. Mas al cabo de una semana todos estaban reconciliados y podían
golpearse del mismo modo contra los respectivos muebles de las respectivas
habitaciones. La niebla había llegado por entonces hasta el copete de las
edificaciones más elevadas. Y si el cimbalillo de la torre fue lo último en
desaparecer, el irresistible empuje de la creciente y opaca marea acabó a fin de
cuentas por sumergirlo del todo.
2
Orvert Latuile despertó el trece de agosto después de una dormida de
trescientas horas. Como saliese de una cogorza de las buenas, en un primer
momento temió haberse quedado ciego. Con ello no habría hecho más que
rendir homenaje a los innumerables alcoholes que se le habían servido. Tal vez
fuese simplemente de noche, pero, en cualquier caso, de una manera distinta.
Con los ojos abiertos, sentía la impresión que se experimenta cuando el rayo de
luz de una bombilla viene a dar sobre los párpados cerrados. Con mano torpe,
buscó el interruptor de la radio. Emitía, pero el informativo sólo lo esclareció
hasta cierto punto.
Sin tomar en cuenta los agudos comentarios del locutor, Orvert Latuile
reflexionó, se rascó el ombligo y notó, oliéndose la uña a continuación, que
necesitaba un baño. Pero el amparo de aquella calígine caída sobre todas las
cosas como el manto de Noé sobre Noé, como la miseria sobre el mísero
mundo, como el velo de Tanit sobre Salambó o como un gato sobre un violín, le
hizo colegir la inutilidad de semejante esfuerzo. Además, la tal niebla tenía un
dulce aroma a albaricoque tísico que debía contrarrestar las emanaciones
personales. Y por añadidura, el sonido se portaba bien y, al envolverse en
aquella guata, los ruidos adquirían una curiosa resonancia, blanca y clara como
la voz de una soprano lírica cuyo paladar, hundido en una desgraciada caída
sobre la esteva de un arado, hubiera sido reemplazado por una prótesis de plata
forjada.
Para empezar, Orvert decidió prescindir de todos los problemas y actuar
como si nada ocurriese. En consecuencia, se vistió sin dificultad, pues sus
indumentos estaban colocados cada uno en su sitio: es decir, unos sobre las
sillas, otros debajo de la cama, los calcetines dentro de los zapatos, y éstos, el
uno en el interior de un jarrón y el otro calzando el orinal.
—Dios mío —dijo para sí—, qué cosa extraña esta calina.
Reflexión sin gran originalidad que le salvó del ditirambo, del simple
entusiasmo, de la tristeza y de la melancolía negra, colocando el fenómeno en la
categoría de las cosas sencillamente constatadas. Pero acostumbrándose
paulatinamente a lo inhabitual, se fue animando poco a poco hasta el punto de
decidirse a encarar determinadas experiencias muy humanas.
—Bajo hasta casa de la portera —se dijo— dejándome la bragueta abierta.
Así comprobaremos si en realidad hay niebla, o si se trata de mis ojos.
Como es natural, el espíritu cartesiano de todo francés le induce a dudar de
la existencia de cualquier calígine opaca, incluso si es tan tupida como para
nublar la vista. Y no es lo que pueda decir la radio lo que vaya a decidir la
aceptación de lo chocante. La radio no dice más que majaderías.
—Me la saco —dijo Orvert— y bajo como si nada.
En efecto, se le sacó y bajó como si nada. Por primera vez en su vida
advirtió el chasquido del primer escalón, el temblor del segundo, el grillar del
cuarto, el carrasqueo del séptimo, el susurrar del décimo, el chichear del décimo
cuarto, las sacudidas del décimo séptimo, el bisbiseo del vigésimo segundo y el
abejorreo del pasamanos de latón, desatornillado de su sustentáculo terminal.
Se cruzó con alguien que subía aplastándose contra la pared.
—¿Quién va? —dijo, deteniéndose.
—¡Lerond! —respondió el señor Lerond, el inquilino de enfrente.
—Buenos días —dijo Orvert—. Aquí Latuile.
Al tenderle la mano, encontró cierta cosa rígida que soltó con asombro.
Lerond emitió una risita embarazada.
—Perdone —dijo—, pero no se ve nada, y esta neblina es
endemoniadamente calurosa.
—Cierto —asintió Orvert.
Pensando en su desabotonada bragueta, se avergonzó de constatar que
Lerond había tenido la misma idea que él.
—Bueno, hasta la vista —dijo Lerond.
—Hasta la vista —contestó Latuile, desabrochando solapadamente la
hebilla de su cinturón.
Cuando el pantalón le hubo caído sobre los pies, se lo quitó, arrojándolo a
continuación por el hueco de la escalera. Ciertamente, aquella calina era tan
agobiante como una pichona enamorada. Y si Lerond se paseaba con su
mancebía al aire ¿por qué tenía Orvert que continuar a medio vestir...? O todo o
nada.
Chaqueta y camisa volaban poco después. Decidió conservar los zapatos.
Al llegar al final de la escalera, golpeó con delicadeza en el cristal de la
portería.
—¡Adelante! —respondió la voz de la portera.
—¿Hay cartas para mí? —preguntó Orvert.
—¡Oh, señor Latuile! —se desternilló de risa la gruesa mujer—. ¡Siempre
con sus chascarrillos...! ¿Y qué, bien dormido ya...? No quise molestarle, pero
tendría que haber visto los primeros días de niebla... Todo el mundo parecía
fuera de sí. En cambio, ahora... Bueno, digamos que a todo se acostumbra uno...
Por el poderoso perfume que lograba franquear la lacticinosa barrera,
Orvert reconoció que se acercaba a él.
—Solamente a la hora del cocido no resulta demasiado cómodo —prosiguió
ella—. Pero no deja de ser divertida la nieblecita... Casi se podría decir que
alimenta. Como usted sabe, yo como bastante bien... Pues bueno, desde hace
tres días, con un vaso de agua y un trozo de pan me basta.
—Va a adelgazar —observó Orvert.
—¡Ja, ja, ja! —cacareó la portera con su risa parecida a un saco de nueces
cayendo por la escalera desde el sexto piso—. Compruébelo por sí mismo, señor
Latuile. Nunca me había sentido tan en forma. Incluso los melones se me están
volviendo a poner en su sitio... Compruébelo, compruébelo por sí mismo...
—Esto..., yo... —dijo Orvert.
—Palpe, palpe, le digo que palpe.
Y cogiendo la mano del sentenciado, la colocó sobre el remate de uno de los
melones en cuestión.
—¡Asombroso! —constató Latuile.
—Y eso que tengo cuarenta y dos años —informó la portera—. ¿Eh? ¿Quién
lo diría? ¡Ah…! y es que las que son como yo, un poquito gruesas por donde es
debido, tienen esa ventaja...
—¡Pero por todos los santos! —exclamó Orvert asombrado—. ¡Está usted
desnuda...!
—¡Claro! ¡Lo mismo que usted! —replicó ella.
—Cierto —musitó Orvert para sí—. Brillante idea he tenido.
—Han dicho los del arradio —prosiguió la portera—, que se trata de un
aerosol cafronisíaco.
—¡Ah...! —dijo Latuile.
Con la respiración entrecortada, la portera buscaba contacto. Por un
instante, el hombre tuvo la sensación de que la dichosa calina le permitiría
escamotearse.
—Escuche, por favor, señora Panuche —le imploró—. No somos animales.
Aunque se trate de un aerosol afrodisíaco hay que comportarse con mesura.
—¡Oh, oh! —se limitó a decir la señora Panuche con voz jadeante, mientras
se servía de las manos con precisión nada mesurada.
—¡Está bien! —dijo finalmente Orvert con dignidad—. Arrégleselas como
pueda. Yo no quiero saber nada.
—Oiga —murmuró la portera sin perder su presencia de ánimo—, el señor
Lerond es mucho más amable que usted. Con usted, según parece, es una quien
tiene que hacerlo todo.
—Escuche —le dijo Latuile—. Acabo de despertarme hoy. Por lo tanto, me
falta entrenamiento.
—Descuide, le enseñaré —aseguró la portera.
A continuación ocurrieron cosas sobre las que será mejor echar el piadoso
manto de este desdichado mundo como sobre las miserias de Noé, de Salambó
y el velo de Tanit en la encerrona.
Orvert salió muy vivaracho de la portería. Una vez en la calle aguzó el
oído. En efecto, se echaba en falta el ruido de los automóviles. Pero, en su
defecto, se dejaban oír innumerables canciones. Y las risas chisporroteaban por
todas partes.
Un poco aturdido, se adentró algunos pasos en la calzada. Sus oídos no
estaban acostumbrados a un horizonte sonoro de tal profundidad y se sentía un
algo extraviado. De repente se percató de que estaba pensando en voz alta.
—¡Dios mío! —decía—. ¡Una niebla afrodisíaca!
Como se puede ver, sus reflexiones sobre el particular habían progresado
poco. Pero es preciso ponerse en el lugar de un hombre que duerme durante
once días y que despierta en medio de una oscuridad total, complicada además
por una especie de generalizado y licencioso envenenamiento, para constatar
que su obesa y ruinosa portera se ha transformado en una valquiria de senos
puntiagudos y abundantes, en una ávida Circe en su antro de placeres
imprevistos.
—¡Caramba! —dijo todavía Orvert para precisar algo más su pensamiento.
Y dándose cuenta de repente de que estaba a pie firme en la misma mitad
de la calle, sintió miedo y retrocedió hasta la altura del muro, bajo cuya cornisa
caminó a lo largo de un centenar de metros. A esa distancia se encontraba la
panadería. Como una dietética estrictamente aplicada le constreñía a consumir
algún alimento después de cualquier esfuerzo físico notorio, entró en ella para
procurarse un panecillo.
Una gran algazara parecía reinar dentro del establecimiento.
Orvert era hombre de pocos prejuicios. Pero cuando comprendió lo que
exigía la panadera de cada cliente y el panadero de cada dienta, sintió cómo se
le erizaban los cabellos en la cabeza.
—¡Por todos los diablos! ¡Si le doy un pan de dos libras —estaba diciendo
aquélla— tengo derecho a exigir de usted un formato equivalente!
—Pero señora... —protestaba la aguda voz de un viejecillo en quien Latuile
reconoció al señor Curepipe, anciano organista de la iglesia del muelle— pero
señora...
—¡Y usted es el que toca el órgano de tubos! —exclamó la panadera.
El señor Curepipe se enfadó.
—¡Ya le enseñaré yo a reírse de mi órgano! —dijo amenazadoramente
dirigiéndose con paso apresurado hacia la salida, pero ante ésta estaba Latuile,
a quien el choque cortó la respiración.
—¡El siguiente! —ladró la panadera.
—Quisiera un pan... —dijo Orvert con esfuerzo, dándose masaje en el
estómago.
—¡Un pan de cuatro libras para el señor Latuile! —vociferó la expendedora.
—No, no... —gimió Orvert—. Apenas un panecillo...
—¡Grosero! —le espetó la tahonera.
Quien, dirigiéndose a su marido, dijo a continuación:
—¡Oye, Lucien, ocúpate de éste! ¡Así aprenderá lo que es bueno!
Los cabellos se le volvieron a erizar a Orvert sobre la cabeza. Y al
emprender la huida a toda pastilla, fue a darse de lleno contra la luna del
escaparate, que resistió.
Recorriéndola por completo, consiguió salir finalmente. En la panadería la
orgía continuaba. El aprendiz se ocupaba de los niños.
—¡En fin, caramba! —refunfuñaba Orvert en la acera—. ¿Qué pasa? ¿Y si a
uno le gusta elegir, qué? ¡Pues menuda boca de horno ha de tener la tal
panadera...!
A continuación le vino a la cabeza la repostería cercana al puente. La
dependienta tenía diecisiete años, la boquita de piñón y un coqueto delantalillo
estampado... Quizá en aquel momento no llevase más que el delantalillo...
Sin pensarlo dos veces, partió a grandes zancadas hacia dicho
establecimiento. En tres ocasiones al menos tropezó con amasijos de cuerpos
entrelazados de los que ni siquiera le interesó detenerse a descubrir las
respectivas composiciones. Pero, en uno de los casos, el conglomerado, como
mínimo, se componía de cinco palmitos.
—¡Roma! —se limitó a farfullar—. Quo Vadis? ¡Fabiola! Et cum spiritu tuo!
¡Las orgías! ¡Oh!
Había cosechado de su contacto con la luna del escaparate un chichón de
los mejor puestos y se frotaba la cabeza. Lo que no le impedía precipitar la
marcha, pues determinada presencia que participaba de su persona, pero que le
precedía a mucha distancia, le incitaba a llegar a la meta lo antes posible.
Cuando creyó que ya se acercaba al objetivo, optó por caminar junto a las
fachadas de las casas para guiarse por el tacto. Por el redondo disco de
contrachapado sujeto con pernos, que mantenía en su sitio una de las rajadas
cristaleras, pudo reconocer el establecimiento del anticuario. Dos números más
allá, la repostería.
De repente topó con todo el cuerpo con otro que, inmóvil, le daba la
espalda. Sin que pudiera evitarlo, se le escapó un grito.
—¡No empuje! —le respondió una voz profunda—. Y apresúrese a separar
esa cosa de mis posaderas, si no quiere que le parta ahora mismo la cara.
—Esto... yo... ¿No pensará que...? —dijo Orvert.
Y giró a la izquierda para salvar el obstáculo.
Segundo choque.
—¡Qué le pasa a éste? —se interesó una segunda voz de hombre.
—¡A la cola, como todo el mundo!
Siguió el estallido de carcajadas.
—¿Cómo? —acertó a decir Orvert.
—Está claro —explicó una tercera voz—. Seguro que viene en busca de
Nelly.
—Así es —balbuceó Orvert.
—Está bien, pues póngase en la cola —prosiguió el hombre—. Somos unos
sesenta ya.
Orvert no respondió. Sentía el corazón desgarrado.
Volvió a ponerse en camino sin esperar a averiguar si ella llevaba o no su
delantalillo estampado.
Tomó por la primera a la izquierda. Una mujer venía, precisamente, en
sentido contrario.
Tras el choque quedaron, cada uno por su lado, sentados en el suelo.
—Perdón —dijo Orvert.
—La culpa es mía —respondió la mujer—. Usted circulaba por su derecha.
—¿Puedo ayudarla a levantarse? —se ofreció Orvert—. Está usted sola ¿no
es así?
—¿Y usted? —preguntó ella a su vez—. ¿No estarán a punto de echárseme
encima cinco o seis de una vez?
—¿Seguro que es usted una mujer? —continuó Orvert.
—Compruébelo usted mismo —le contestó ella.
Se habían aproximado el uno al otro, y el hombre pudo sentir contra su
mejilla el contacto de unos cabellos largos y sedosos. Ahora estaban de rodillas
y de frente.
—¿Dónde encontrar un lugar tranquilo? —preguntó Orvert.
—En el centro de la calzada —dijo la mujer.
Lugar hacia el que se dirigieron, tomando como referencia el bordillo de la
acera.
—La deseo —dijo Orvert.
—Y yo a usted —dijo la mujer—. Mi nombre es...
Orvert la cortó.
—Me da lo mismo —dijo—. No quiero saber nada más que lo que mis
manos y mi cuerpo me revelen.
—Proceda —le animó la mujer.
—Naturalmente —constató Latuile— va usted sin ropa alguna.
—Igual que usted —respondió ella.
Dicho lo cual, se estrecharon el uno contra el otro.
—No tenemos ninguna prisa —prosiguió la mujer—. Comience por los pies
y vaya subiendo.
A Orvert le extrañó la proposición. Se lo dijo.
—De tal manera, podrá ser consciente de todo —explicó la mujer—. No
tenemos a nuestra disposición, como usted mismo acaba de constatar, más que
el instrumento de investigación que significa nuestra piel. No olvide que su
mirada no puede atemorizarme. Su autonomía erótica se ha ido al traste.
Seamos francos y directos.
—Habla usted muy bien —dijo Orvert.
—Leo siempre Les Temps Modernes —informó la mujer—. Venga, comience
de una vez con mi iniciación sexual.
Cosa que Latuile no se privó de hacer reiteradas veces y de diversas
maneras. Ella mostraba indudables condiciones, y el terreno de lo posible es
muy amplio cuando no hay temor a que la luz se encienda. Y además, eso ya no
se usa, después de todo. Las enseñanzas que le impartió Orvert a propósito de
dos o tres truquitos nada desdeñables, y la práctica de un empalme simétrico
varias veces repetido, acabaron infundiendo confianza en sus relaciones.
Y allí llevaron, de tal modo, la vida sencilla y regalada que hace a los
humanos semejantes al dios Pan.
3
Al cabo de un tiempo, la radio anunció que los sabios estaban constatando
una regresión regular del fenómeno, y que el espesor de la niebla aminoraba de
día en día.
Como la amenaza era de consideración, se celebró gran consejo. Muy
pronto se encontró una alternativa, pues el genio del hombre nunca deja de
sorprender con sus mil facetas. Y cuando la niebla se disipó, según indicaron los
aparatos detectores especiales, la vida siguió felizmente su curso pues todos se
habían hecho saltar los ojos.
Boris Vian
(1949)
viernes, 26 de febrero de 2016
"El Amor Es Ciego", de Boris Vian, del libro "El Lobo Hombre", 1949
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