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entrevistas y artículos por eduardo paz carlson

miércoles, 16 de diciembre de 2015

"El Pensamiento Maravilloso", un relato de Eduardo Paz Carlson, 2015,

El Pensamiento Maravilloso no es una pieza de literatura profesional.  

Es la transcripción de un relato oral realizado en vivo durante el programa de radio-arte "Bla Bla Bla" de Eldorado Fm 100.3, en 1989.

He preservado las desprolijidades y los "errores" de la narración oral.

Por momentos el narrador es el niño en 1968, de pronto la voz es del escritor, y sin darse cuenta, el lector se encuentra rellenando los vacíos y apoderándose del relato.

Esta versión de “El Pensamiento Maravilloso” es casi idéntica a la versión de 1998 titulada “El
Uvero”. “El Uvero” se editó por primera vez formando parte de “Libros de Cuentos”
(1980‐2000) pero que nunca se publicó por tratarse de un libro de borradores de ideas.  

Una versión periodística de El Pensamiento Maravilloso  fue presentada en mayo de 1998 como parte de un informe especial en el diario montevideano El Observador sobre la revuelta obrero‐estudiantil de mayo de 1968 en París. 

El texto que presenté en el diario (en ese entonces yo era redactor de la sección espectáculos) era de neto perfil periodístico,con muchos datos y casi nada de relato "maravillado" y desprovisto del talante infantil eufórico de la versión que publico en este blog o de la versión de prueba de 2008.   

De todas formas tuve que reescribirla para no escandalizar al dueño del diario. 

A último momento, el editor se negó a publicar el texto porque según él El Pensamiento
Maravilloso no era más que “una pendejada”.

Tras una rápida re-lectura he realizado algunas correcciones. Por ahora, y hasta la próxima re-lectura, considero esta versión como la definitiva. (16/12/15)

Me interesa escribir como la gente habla y como piensa cuando habla. No me interesa escribir usando los trucos y los giros de los literatos profesionales.

No me preocupan las formas literarias"correctas", me importa expresar emociones y estados mentales.

...


El Pensamiento Maravilloso

I

Abril

“Maman va au marché” me hizo escribir la maestra, la bendita madame Moluçon. Así empecé
mi primer día de escuela en París. Tenía 10 años y había llegado con mi familia hacía 3 meses.
Mi padre era el ministro consejero en la embajada uruguaya.

En realidad ya había ido a la escuela en París, a un instituto de enseñanza español, dirigido por monjas. Duré un mes. Eran Franquistas. Mi padre me decía todas las mañanas cuando me dejaba en la escuela: “Gritales: ¡Viva la república, abajo Franco! ¡Franco asesino! ¡Viva el 5to Regimiento! ¡Viva ETA!¡Ignorantes chupa-cirios!”

Obviamente, me echaron. Mi padre celebró y me dijo que estaba orgulloso de mí y me compró
un libro sobre la historia de Roma.
En Marzo entré a L´école Communale, Rue Hamelin, de la maestra Moluçon.
El recuerdo más claro que tengo de Madame Moluçon es de cuando nos relató cómo los
alemanes habían matado a su hermano aquella brumosa mañana del 11 de noviembre de 1918.
Hacía gestos casi de payaso mientras señalaba su garganta. Aguantaba las lágrimas y en silencio miraba por la ventana y hacía como que saludaba.
Después nos explicaba lo que sintió ese día mientras veía a la gente
festejar el final de la gran guerra en todo el mundo mientras ella lloraba a su queridísimo hermano
asesinado de un balazo en la garganta, pocas horas antes de la firma del armisticio.
Mi Escuela: Ecole Communale de Garçons, rue_Hamelin

Se llamaba Albert y era aprendiz de joyero. Se había enlistado con 17 años y al partir hacia el
frente le había asegurado con una gran sonrisa que volvería con una medalla para ella. Cada 11 de noviembre nos contaba la misma historia.
Y también nos recordaba el significado de la placa enorme de mármol con muchos nombres que había a la entrada de la escuela. Eran los nombres de los alumnos caídos en las dos guerras mundiales y que ellos se habían sentado en nuestros asientos. Sí, habían sido niños como nosotros, luego fueron héroes
de la patria. Habían sido asesinados igual que su hermano, por otros niños de otras escuelas
que se habían convertido en adultos. Nosotros nos asombrábamos y ella asentía con una sonrisa triste.

“Niños como ustedes”, murmuraba como para sí misma. Atrás de su cabeza colgaban los retratos de Molière, Victor Hugo, Dalí y Napoleón.

Mi abuela uruguaya me había advertido de que en París había hombres malísimos que se
robaban a los niños que no obedecían a sus papás. Pero como me los imaginaba igualitos a los
agentes de Kaos, no me daban miedo. Las primeras noches en París me acurrucaba en la cama y
vigilaba los viejos edificios que veía entre sombras desde mi ventana esperando sorprender a
algún torpe agente de Kaos (de boina y barbudo como los GI Joes) que quisiera raptarme. Como
nunca aparecía me iba durmiendo lentamente, entre recuerdos de mis compañeros de clase del
British y de las andanzas con la barra de la calle Ferrari, a la que tanto extrañaba. Mientras yo
aprendía a hablar en francés ellos, allá en Carrasco, se divertían como locos.
Justo antes de irme habíamos estado armado un avión de madera para explotarlo.
Después jugábamos a ser los pasajeros muertos. Siempre jugábamos a los muertos. Cuando el presidente Gestido murió, no tuvimos clases y Nanié hizo un muñeco con trapos que se suponía era el general muerto. Hicimos un desfile por el barrio con toda la barra de amigos. Usamos ollas
por tambores y yo hice un discurso imitando a los políticos que veíamos en la tele.

En febrero del 68 recibí una carta de Nanié:

Estimado Eduardo:

Hoy me porte muy mal. Con Coqui y mi hermano, incendiamos un pupitre y después vomité y la
maestra nos castigó sin recreos todo el día. Le pedí perdón y me dijo que nunca más volviera a
hacer eso y me dijo que era un coquin.
Mi hermano me grita: ” ¡coquino… coquino!” y yo le digo sí. Porque a mí no me importa.
Después jugamos a combate. Pero el otro día fue a una fiesta en lo de Maihlos y el chofer lo
trajo antes porque se había hecho caca en los pantalones.
El chofer tenía guantes blancos. No le cuentes nada que te lo dije.
Fue por la torta. Mi madre se lo dijo.
Con mi padre estuvimos escuchando discos de Louis Armstrong. Mi padre le tocó la cabeza
cuando vino al cine plaza y yo vi a al presidente De Gaulle. Llovía mucho.
Ahora lo vas a ver vos.
Armé el avión de madera en el fondo con Humberto, Rocco y el Negro. Vamos a jugar a la
guerra y después también jugamos a los muertos.
En el cumpleaños de El Negro, en la calle San Lucar y rompí la piñata antes de tiempo y me
agarré a las piñas. La madre del negro me echó de la fiesta.
Mi madre me ayudó a escribirte esta carta y dice que te manda muchos besos y que no hagas
rabiar a tus padres.
Papá dice que cuando vuelvas vas a tener bigotes como él.
Yo tengo el pelo como Paul.

Saludos y escribí pronto
Nanié, el coquino.


Poco a poco me fui acomodando a mi nueva ciudad, a mi nueva escuela, a mi nuevo idioma y a
un montón de nuevos amigos. Los alumnos de mi escuela eran de todas partes del mundo:
había húngaros, rusos, muchos españoles y portugueses, negros a montones y tunecinos
también. Para mí ellos eran muy exóticos y raros y para ellos el raro era yo. Cada vez que me
preguntaban de donde era nadie yo decía “u… ru… guay…”, y ellos respondían divertidos:
“¿uruguuué?” Ninguno tenía ni la menor idea de lo que significaba “Uruguay”. Muchos
pensaban que era el nombre de un animal o que se trataba de algún lugar en África o Brasil. Los
maestros más veteranos exclamaban “¡Peñarol…! ¡Peñarol...!” Cuando se enteraban de que
venía de Montevideo. Pero tampoco sabían mucho más que eso. La pregunta más común era si
había indios allá donde había nacido en las junglas de allá, mi pequeño país. Intentaba
responder lo mejor posible pero en la mitad del discurso me daba cuenta de que en realidad no
sabía nada de mi país, (sabía sólo lo que me había contado mi padre) y como mis compañeritos
empezaban a burlarse llamándome “Indio analfabeta” me veía obligado a defender el honor de
mi lejana (y casi imaginaria) patria a las piñas. Teníamos vecinos con hijos de mi edad pero no
los dejaban venir a casa a jugar porque nosotros éramos sudamericanos. Igual a veces nos
juntábamos en las escaleras y corríamos de arriba abajo por un buen rato. Armábamos un
barullo bárbaro Imitando los gritos de guerra de los indios que veíamos en la tele.

En la escuela, la maestra Claudine vigilaba los recreos y que cada vez que quería divertirse a
costa mía exclamaba: “Oye, tú, el indio… tu eres indio, ¿verdad?” Y se reía apuntándome con la
caña que usaba de bastón. Le aseguraba que no era indio pero ella insistía que sí que era un
indio burro y que apenas sabía leer en francés, qué vergüenza a mi edad… y se reía otra vez de
mí. Le hubiera pateado pero no me atrevía ni siquiera a contestarle mal porque la bruja
Claudine disfrutaba pegándole a los alumnos que se portaban mal: les tiraba de las orejas hasta
hacerlos caminar en puntas de pie, les daba coscorrones, les lanzaba los limpia‐pizarrones con
lomo de madera a la cabeza, daba cachetadas que dejaban la cara hirviendo y, lo peor de lo
peor: aplicaba unos cañazos inesperados en las piernas que hacían saltar de dolor. Además,
entre los alumnos se rumoreaba que ella tenía uno de esos latiguillos con mango de metal,
especiales para pegarles a los niños insufribles… así que, me había aguantado todo lo posible.

Pero, una tarde, cuando me volvió a molestar con lo mismo le grité:

"¡¡ Mi padre es un gran cacique indio de la tribu de los uruguayos y cuando la gente habla mal de
los indios se enoja, se enoja tanto que los caza y se los come… andamos desnudos en casa y
cuando quiero ver las pelis de John Wayne mi padre rompe la tele…!! ¡¡ Le voy a contar a mi padre y
va a venir a buscarla!!"

Nunca más volvió a burlarse de mi tribu.

Cuando les conté la hazaña a los compañeros de mi padre en la embajada me felicitaron y desde
ese día en adelante me llamaron “El Patriota”.

En el recreo éramos varones hasta que salían las nenas de “la escuela del fondo”. Ellas
compartían el patio con nosotros. Fue en uno de esos recreos y mientras jugaba a ser John
Wayne, que vi a Paulina, mi segunda novia oficial.

La primera fue Susan, en el Saint Julian´s de Lisboa, cuando tenía 7 años.
Paulina, oh… era fea. Era fea sí, pero tenía algo que me encantaba. Corría mucho y reía mucho.
En el momento en que la vi, supe que sería mi novia. Paulina tenía 13 años. Era española y
pobre y con un montón de hermanos mayores. La madre era una sirvienta gorda. Y aunque era
feísima no podía dejar de mirarla cada vez que aparecía en el recreo de la escuela. Para mí,
brillaba y se destacaba sobre todas. Era especial. Tenía bigotillo. Era un poco más alta que yo. El
cabello largo y grasiento, siempre suelto. Corría mucho y reía mucho. Pero, ¿por qué sentía lo
que sentía por ella? Me venía un frío raro en el estómago cada vez que la veía, tenía el corazón
como un globo adentro del pecho y me quedaba paralizado, mudo. Un día entendí. Fue al final
del recreo de media tarde. Paulina saltaba a la cuerda. La cuerda era larga y pesada y oscura y
dos amigas a cada extremo la hacían girar y tarareaban una tonadilla al compás de cada golpe
de la cuerda contra el piso del patio. Y Paulina se elevaba unos centímetros en el aire y la
cuerda pasaba, golpeaba y rozaba la suela de los zapatos de charol de Paulina. Paulina reía con
los ojos cerrados mientras subía y bajaba. Apenas tocaba el suelo y volvía a subir en el aire y su
melena grasienta se abría como las patas de una tarántula y se cerraba y se abría y se cerraba. Y
todas reían. Hasta que se cansaron y aplaudieron y dejaron el juego. Entonces Paulina se llevó
las manos al pecho y entre las risitas de sus amigas y sus sh…sh… sh…, se acomodó algo en el
pecho. Eran dos cosas que debían ser redondas o algo así y se notaban que eran nuevas para
Paulina. Eran los senos de Paulina. En cada recreo me quedaba observándola. Me hacía el
importante con mis amigos. A veces provocaba peleas para llamar su atención. Pero nada.
Nunca me miraba. La estudiaba desde todos los ángulos: me imaginaba sus senos… me
preguntaba cómo serían… los veía en mi mente y sólo me faltaba ¡tocarlostocarlostocarlos! Y
llegó un recreo en que no me aguanté más. Apenas la vi salí corriendo jugando a ser Eddie
Merckx, “El Caníbal”. Di varias vueltas al patio sin sacarla de la mira. Ya no podía respirar. Y
me lancé sobre ella. La agarré de atrás: pasé las manos por debajo de sus axilas y apreté con
fuerza sus senos. De la boca le salía olor a chicle… ¡Qué sorpresa! Eran más grandes de lo que había imaginad...o y duros como si estuvieran llenos de la arena finita de la playa.

Paulina aulló de terror y se soltó de mí como pudo y salió corriendo. Me quedé con la mente vacía y no me podía mover. Los cowboys necesitaban refuerzos así que cabalgué hasta mis compañeros y nos
revolcamos en los restos de nieve‐barro aullando y riendo. Como siempre, la revolcada se puso
violenta y, sin razón, terminé a las trompadas con uno. Después nos cansamos y volvimos a clase
entre empujones y gargajos sanguinolentos y carcajadas y abrazos. Justo antes de entrar al
edificio de la escuela me separé de la banda y me lavé las manos con el chorro de agua helada
que salía furiosa de una canilla al lado de los baños inundados. Me quedé unos segundos
sintiendo el globo que me imaginaba muy rojo y grande adentro de mi pecho. Nunca se me había
puesto el corazón así, nunca. Corrí por el largo y oscuro corredor que terminaba en una escalera.
La subí agitado y haciendo ruidos de perro rabioso. Las manos me latían y eran como de fuego.

Al otro día, Paulina no apareció. Y tampoco apareció durante toda la semana siguiente. Una
amiguita suya, me contó en secreto que Paulina se negaba a salir al patio porque me tenía terror y
que lloraba todo el tiempo. No lo podía creer. ¿Qué le había hecho? Cuando al fin se animó a
salir a jugar, volví a atacarla. Y Paulina volvió a desaparecer una semana del recreo. Cuando por
fin volvió, otra vez la agarré. La arrinconé en el patio y, amenazándola con el puño en alto la
arrastré del brazo hasta el corredor y le dije que si no se dejaba tocar le iba a romper la cara
pero ella lloró más fuerte y me reventó a cachetadas. La empujé al suelo y los dos nos
revolcamos por el suelo hasta que nos quedamos gimoteando y tirados en el piso del largo y
oscuro corredor. En silencio, salimos juntos de la escuela. Empezamos a caminar por la calle. Sin
decir una sola palabra y sin mirarnos. Íbamos uno junto al otro y al doblar una esquina, sin
querer le rocé la palma de su mano izquierda con la punta del dedo índice de mi mano derecha.
Se me congeló el corazón. Llegamos a la puerta altísima del edificio donde trabajaba su mamá, la
sirvienta gorda. Ni una palabra. Ni un saludo. Paulina abrió la puerta y el edificio me vomitó su
aliento a herrumbre en la cara. Pensé que ese era el olor de Paulina. Me gustó. Paulina entró y
me quedé escuchando los ruidos las llaves en los engranajes de la cerradura muy vieja de la
puerta. Pensé: “Mañana la vengo a buscar y la llevo al acuario subterráneo que está en el parque
cerca de casa… así le amasijo las tetas y me la chuponeo”.

Declaré a Paulina mi novia.





mi casa y calle en google maps: 31 rue de lubeck, paris 16













II

Mayo

Brillaba el Mercedes Benz recién retirado del representante. El chofer estaba inquieto y miraba
hacia todas partes. Creo que estaba asustado. En el asiento de atrás, mi padre y el embajador
Fischer. El embajador apretaba suavemente su pipa entre los dientes y esperaba que pasara
algo. Mi padre no decía nada. Yo tampoco, en el asiento del acompañante. De repente, y casi
disfrutando de la situación, el embajador dijo: “parece que va a haber una batalla...
mmmmmm... interesante”. Me levanté, pero no vi nada… Luego, se me acercó, y señalando
con su largo dedo de bambú hueco y me explicó: “¿Ves ese montón de tipos de negro con
escudos y cascos? Esa es la policía. En cualquier momento avanzan”. Estábamos estacionados
cerca de una iglesia vieja, muy vieja por lo oscura que era, a mí se me ocurría que era de hace
miles de años. Una vez entramos y tenía el olor que el metal deja en las manos. Cerquita, en la
otra esquina, esperaban en las barricadas los estudiantes y los sindicalistas. Pasaron los
minutos y nadie hacía un movimiento. Mucha gente curiosa se amontonaba en los alrededores.
“¡A L’ATTAQUE!” Se escuchó y una horda enloquecida de hombres de negro ululando como
indios salvajes arremetieron contra las barricadas. Volaban adoquines por todas partes. Yo
estaba feliz. El embajador dijo algo del seguro del auto y ordenó: “¡Señor chofer, retirada,
retirada!”. A toda velocidad y a contra mano llegamos hasta el Sena y de ahí, a casa. Esa noche
hubo una reunión en mi casa y los amigos de mis padres comentaban con gran exaltación lo
que estaba pasando en París. Sí, claro, buenísimo… muy impresionante… pero extrañaba a mis
amigos y a Paulina.¡¡Cómo extrañaba a Paulina!! Hacía muchos días que no la veía por la huelga
general. Una tarde traté de llegar hasta el edificio del que su madre era “concierge” pero no lo
encontré y volví a casa enojado. Cuando me contaron en la escuela que la madre de Paulina no
era una simple sirvienta me alegré porque la sirvienta de casa, una señora uruguaya que se
llamaba América, nos contó que ser pobre y española o sudamericana en París era horrible.
América tenía mal genio, pero nos quería mucho y cocinaba unas tortillas muy ricas. Siempre
andaba de pañuelo floreado en la cabeza. Vivía en los altillos de nuestro edificio. Allí se
encontraban las chambres de bonne, los alojamientos para la servidumbre.
Eran habitaciones minúsculas y sin calefacción. No tenían baño propio. Todas las "bonnes" compartían un baño que estaba al final de un largo corredor con piso de madera y que crujía a cada paso. Así que fue un alivio cuando descubrí que su mamá era de una clase de sirvienta superior, era una “Concierge”, o sea portera, y vivía a la entrada de un edifico. Era importante porque podía prohibir la entrada de quienes le resultasen sospechosos.

Yo soñaba con Paulina. No sabía lo que me pasaba. Nunca me gustó la escuela pero ahora me
moría por ir para volver a clases para poder ver a mi novia Paulina. Y me aburría mucho por la maldita huelga general. Había un patio enorme en el edifico pero los niños no podíamos jugar
allí. Desde la cocina se veía la torre Eiffel. Una tarde, muy pero muy aburrido… descubrí a una
muchachita (no tendría más de 14 años) desnuda, sentada sobre la mesa de su cocina. Estaba
en un apartamento del otro lado del patio. Llamé a mis hermanas y a América y nos quedamos
mirando. Todas las tarde lo mismo. Desnudita, sentada en la mesa de la cocina. No hacía nada,
hablaba con alguien, no sabíamos. Se ve que ella también estaba aburrida. En invierno,
durante la temporada de caza ese patio se llenaba de cadáveres de venados que los franceses
colgaban de sus ventanas. Ahora, en mayo, solo nos divertía espiar a la muchachita nudista.
¡Qué aburrimiento! A veces yo jugaba a ser el capitán de un barco perdido, imitando a uno de
esos bucaneros que veía en la tele los jueves de tarde: salía al balcón disfrazado de marino con
una gabardina de mi padre (si llovía era mejor) y con los prismáticos vigilaba el horizonte, daba
órdenes a mi tripulación imaginaria y en secreto, entre cañonazo y cañonazo, esperaba
descubrir en las calles o en alguna ventana a Paulina. La aventura en el auto del embajador
había estado súper: toda esa gente rompiendo cosas, quemando autos, gritando… ¡buenísimo!
…pero, extrañaba a mi novia Paulina.

¡No paraba de pensar en ella!

¡A cualquier nena que veía por la calle la confundía con Paulina! ¡Qué tarado!

La ciudad se convertía en un basurero: montañas y montañas de desperdicios por todas partes
y ratas correteando por ahí. En nuestra calle la basura alcanzaba el primer piso del edificio.
Todos los almacenes cerrados. Ni siquiera Louis, el almacenero de la esquina, que se pasaba
todo el año hablando de sus soñadas “vacances á la mer” en el sur de Francia, quería vendernos
agua mineral. Una mañana me eligieron para la muy secreta y muy arriesgada misión de ir a
buscar un casillero de agua mineral que Louis había escondido abajo de un auto estacionado
frente a la puerta de mi edificio.
Era como si fuese droga y yo tenía instrucciones precisas de que nadie me viera y si alguien se
me acercaba tenía que salir corriendo o tirarle por la cabeza una botella.
¡Apenas había gente en la calle, salvo, claro está, esos violentos hombres de negro! Para mí
eran igualitos a las ratas. Salían de la nada tipos locos, vestidos de negro, de pies a cabeza, con
máscaras anti‐gas y pegándole a cualquiera que les pasara cerca. Disfrutaban, me daba cuenta,
y a mí me encantaba ver como la gente se asustaba al verlos saltar de sus tanquetas. Parecían
salidos de los dibujitos animados o de los comics. Parecían guerreros furiosos llegados del
pasado, de alguna civilización desconocida…
Muchas veces le pregunté a mi padre: “¿Qué está pasando?” Él comenzaba siempre la misma
explicación histórico‐política, social y cultural…qué sé yo.

Me tenía sentado en el living cerca del piano de cola que me prohibían tocar. Al rato, cuando se
daba cuenta de que me dormía del aburrimiento, intentaba explicarme las cosas leyéndome cuentos que, según él, llegaban hasta el corazón de lo que él llamaba “naturaleza humana”. Uno de esos cuentos  era “Las Tinieblas” de Lord Byron.

Mi padre actuaba mucho mientras leía: hacía grandes gestos y caras muy expresivas (igual que la
maestra Moluçon… ¿los adultos, hacían todos los mismo…?). De fondo colocaba sinfonías de Sibelius o Rodrigo. Yo lo escuchaba absolutamente absorto y maravillado.

Le daba golpes al piano y apretaba los pedales para alargar las notas, así conseguía
efectos increíbles, muy dramáticos. Era un show buenísimo.

“Nada de amor, sólo un pensamiento reinaba en la tierra, el pensamiento de la muerte, de una
muerte próxima y sin gloria; las torturas del hambre desgarraban todas las entrañas; morían los
hombres y sus huesos y sus carnes quedaban sin sepultura…”

Yo, hipnotizado.

‐ ¿Te das cuenta…? ¿Te das cuenta? ¡Es la tercera guerra mundial, el horror atómico! En
el 62, con tu madre, cuando eras un bebé casi, y vivíamos en Boston… era un viernes y el
vecino me dijo en el ascensor… “hasta el lunes… si es que hay un lunes” La estupidez
humana. La misma violencia de siempre… Este cuento te explicará mucho. Tenés que
leer, Eduardito… ¡Leé! Y vas a entender todo…

La mayor parte del tiempo mi padre o me gritaba o me ignoraba.
Cuando actuaba esos cuentos estaba todo bien.

Unas tardes me leía a Bradbury (recuerdo las expediciones a Marte, muy escenificadas usando
a mis hermanas de “extras”), otras veces leía a poetas como Antonio Machado, a Quevedo o a
Cervantes y su Don Quijote.

Aprendí a leer en francés viendo la televisión y hablando con mis compañeritos de clase. Las
maestras no podían creer lo rápido que aprendía y lo bien que hablaba.
Todas la noches, después las aventuras de los “Shadoks”, los viejos de la tele contaban que
nadie en Francia quería trabajar y explicaban porqué el mundo entero estaba tan enojado. En
los noticieros decían que los estudiantes que había visto con el embajador se habían convertido
en los nuevos héroes revolucionarios y que había otros, unos vascos llamados “Etarras” y unos
con un nombre más raro aún: “Tupamaros”. Parece que los Tupamaros eran como Robin Hoods
modernos, justicieros desinteresados o algo así...Y eran uruguayos como yo… ¡Eso era lo que
más me sorprendía! Mi padre me había advertido que eran unos “jovencitos soñadores” y que
nunca iban a lograr lo que querían y que a mí me convenía olvidarme de ellos y dedicarme a
hacerlos deberes de la escuela y a portarme bien.

Además de uruguayizarme llenándome la cabeza con historias de “Peñarol” y de “La Celeste” y
el “Batllismo”, mi padre me sometía a la horrible tortura del corte de pelo estilo militar y a una
engominada atroz (“igualito a Carlitos Gardel”, me explicaba feliz).
¡Y para peor, todos los demás andaban por la calle con el pelo medio largo a lo Beatles! ¡Y a mí me obligaban a vestirme como uno de esos tipos viejos y grises que iban muy apurados y arrugados de un lado al otro por los pasillos de la embajada! ¡Tenía 10 años de edad!
 ¡Odiaba toda esa gente gris y a la gomina y odiaba todas esas taradeces de viejos de las que me hablaban! ¡Y odiaba las cartas que me obligaban a escribirle a mis parientes en Montevideo (me las dictaban o las tenía que copiar porque alguienya las había escrito por mí), que ni sabía quiénes eran y que me decían que ellos me querían mucho!

En una de esas cartas, me acuerdo tuve que escribir: “a los varones con el pelo más
largo que las nenas y para peor, hoy vi a un negro besar en la boca a una rubia... ¡y en plena
calle!” En esas cartas debía decir que estaba muy indignado por lo que pasaba y debía expresar
mucho amor por esa gente de la que ni me acordaba (mis parientes uruguayos) y a la que no
extrañaba para nada. ¡Cómo odiaba todo eso! Una vez que me disfracé de Keith Richards para
un cumpleaños mi padre me dejó bien en claro ( levantaba la mano como antes de dar una
cachetada) que tuviese mucho cuidado, que ni soñase con imitar el ejemplo lamentable que
daban esos descarriados irresponsables… que ni siquiera se me ocurriese querer ser como ellos
algún día, ¡qué vergüenza! Que esa gente pensaba mal, que terminarían mal, que eran unas
vergüenzas para sus familias, que mis amiguitos de la escuela y yo debíamos estudiar, ser
buenos ciudadanos y portarnos bien ¡portarnosbienportarnosbienportarnosbien! Pero a mí no
me engañaban. A mí no. No me convencían todas esas cosas horribles que decían de los
jóvenes que andaban por las calles con el pelo largo. Además, a madame Moluçon le parecía
bien lo que estaba pasando y siempre nos decía que tanto a Molière, como a Dalí, a Víctor Hugo
y hasta al propio Napoleón les hubiese divertido mucho lo que ocurría en las calles de París.
También aseguraba que ellos -señalando las fotos detrás de su cabeza-,  no eran sólo retratos para adornar las aulas, sino que andaban por las calles junto a los jóvenes rebeldes…

A mí me constaba que era verdad porque a Dalí lo veía a menudo en la tele poniendo cara de loco y gritando que le gustaba el chocolate (el mismo chocolate que comíamos en los refuerzos durante los recreos) en un aviso. Y además, veía a esos jóvenes, y a mí no parecían degenerados, no me parecía que pensaran mal… ¡Me encantaban! Y en la escuela, cuando salíamos al recreo, nos juntábamos y hablábamos de lo que pasaba. Cada mañana alguno traía un cuento nuevo sobre peleas callejeras o
manifestaciones con autos incendiados (además de fotos increíbles de mujeres desnudas).
Lo escuchábamos como hipnotizados (y nos peleábamos por las fotos). Soñábamos ser como
esos estudiantes buscapleitos: lucharíamos valientemente con cualquiera, haríamos lo que
quisiéramos y tendríamos novias increíbles.
Seríamos rebeldes, astronautas, guitarristas o campeones del mundo como Cassius Clay. Se decía
que en el futuro (cuando mis amigos y yo fuésemos grandes) se terminarían las guerras y las
enfermedades, que se descubrirían nuevos mundos en el universo, que la libertad sería total, que
reinaría el amor libre… que el mundo sería de los jóvenes…

¡De nosotros! De todos los jóvenes. De Brard, mi mejor amigo que era de Marsella, de Orquide, mi amigo gordo tunesino y de todos los jóvenes que andaban correteando por las calles.

Estábamos convencidos de que ese momento iba a llegar.

¡No podía ser de otra manera!

Sin embrago, nuestros padres nos explicaban que lo que pensaban esos facinerosos estaba mal, que era una manera estúpida de pensar, degenerada o, en el mejor de los casos, no pasaban de ser meras fantasías de adolescentes descarriados.

¿Qué había de malo o de degenerado en ese pensamiento?

Para nosotros, que veíamos muchos dibujos animados y admirábamos a los jóvenes rebeldes, el
mundo era una maravilla.

Pensábamos así.

Eran pensamientos buenos.
El mundo era una maravilla y éramos invencibles.
¡Y nosotros, estábamos destinados a ser los protagonistas de todas esas maravillas!
Un mundo de descubrimientos y de libertad total.

¡Astronautas! ¡Poetas! ¡Guitarristas!

Pensábamos que era un mundo de maravillas en el que todo era posible…
Porque nosotros éramos maravillosos.
El amor sería imparable. Invencible. ¡Tendríamos muchas novias divinas!

Y es por la fuerza de ese pensamiento, una tarde de mayo dije BASTA y, tras una breve
persecución por la casa, logré escapar de la gomina y de la paliza de siempre y las cartas.

Grité: “¡Me voy de esta casa!¡Ahora soy libre!”, y me metí en el ascensor.

Cuando salí a la calle estaba eufórico.

¡Paulina...AAAH! Salí corriendo y corrí y corrí sin parar. No quería cortarme el pelo, no quería
escuchar más sobre las percantas ni los peñaroles, ni sobre el Río de la Plata, ni nada sobre el
idílico Uruguay y su ejemplar democracia.

Quería separarme de todo eso. Sentía que no tenía nada que ver conmigo.
¡Al carajo con todas esas cosas de gente vieja… vieja y media muerta!

Vi la muchacha pelirroja.

La verdad es que no era la primera vez que la veía: ya la había descubierto, en mis rondas con
los prismáticos al mando de mi nave imaginaria: la espiaba cada día desde mi cuarto del quinto
piso del 31 rue de Lubeck. Ella vivía en una residencia para señoritas que daba justo enfrente a
mi casa y no pude dejar de verla. Tenía el pelo laaaargo, usaba zuecos y usaba coloridas blusas
medio transparentes. Para mí era igualita a las mujeres de la revista “Lui” que robaba del
almacén de la esquina. La había visto muchas veces antes de irse a dormir.

Pero ahora... la tenía ahí mismo, a tres metros de distancia…
Hacía frío y estaba abrigada. Tenía el pelo suelto y vestía ropa de tonos marrones.
Botitas blancas. Las manos en los bolsillos.
La seguí.

Caminamos un rato largo por una calle que yo no conocía. No me importaba. Estaba encantado. Se
encontró con un grupo de amigas muy formales. Todas vestían más o menos igual: medias blancas hasta las rodillas, faldas cortas a cuadros, gabardina gris. Seguimos caminando. Nunca se dieron cuenta que yo andaba a unos pocos pasos detrás de ellas. Llegamos a un liceo. Las paredes pintadas con grafitis de todo tipo: frases, manchas, dibujos (había unos cuantos círculos con una cruz adentro),
pancartas. Los muchachos estaban más desprolijos aunque casi todos llevaban chaqueta.
Algunos usaban championes pero la mayoría botitas de gamuza, pelo con jopo, peinado con raya
pero suelto (¡no con gomina como obligaban a mí!) Vi un par con barba tipo Lincoln, (me hacían
gracia). Ah… y vi otros con pantalones de pana como los que llevaba puestos yo. Estaban
reunidos en la calle, frente a la entrada del liceo. Ya eran muchos. Hablaban en
voz baja. Uno se había subido a un farol y de vez en cuando empezaba a decir como un discurso
o algo así y los demás aplaudían o se burlaban… Risas nerviosas. De repente, todos empezaron a
caminar. Y yo también. Caminamos todos por un buen rato. Un cántico por acá, otro por allá….
así como en las hinchadas de los partidos de fútbol que veía por la tele. No entendía nada de lo
que decían… ¡qué me importaba a mí! Yo trataba de no perder de vista a la pelirroja. Sobresalía
entre todas con sus cabellos larguísimos y sueltos. De vez en cuando yo también gritaba
cualquier cosa con los demás. Nadie se dio cuenta de mi presencia. Casi todo el tiempo yo iba
por la vereda. Ellos ocupaban toda la calle. La gente en los comercios salía a mirar. Nadie se
metía con los jóvenes que marchaban. Creo que se estaban divirtiendo aunque algo raro había en
el aire. Poco a poco empecé a ver caras más feas, caras de angustia, caras de miedo…gente más
vieja y vestida de otra manera, gente que hacía gestos más violentos. Era gente enojada. El
ambiente ya no de “buenas vibraciones”. En una esquina todos pararon de golpe. Corridas.
Gritos. Estruendos. Y no pasó nada. Sólo un susto… Yo no veía nada porque era un enano…
sólo escuchaba y me metía entre las piernas de la gente y veía lo que podía.
Los varones jóvenes gritaban y daban órdenes que nadie cumplía.
Estaban formando una montaña de adoquines en plena calle. Los varones tenían cara de valientes
que yo envidiaba. Era como si se estuviesen preparándose para algo… no sabía para qué.
Apareció otro grupo cantando muy fuerte y con banderas rojas.
Vi a la muchacha pelirroja entre las banderas. Tenía los ojos claros y estaba a sólo unos metros de
mí. No daba órdenes ni gritaba. De vez en cuando ella reía a carcajadas o se daba vuelta y
comentaba algo con sus amigos. Ni me vio. Escuché que la llamaban pero nunca pude escuchar
su nombre. Y yo, ¡un idiota enano sin poder hacer nada! ¡Cómo quería que fuese mi novia!
¡Cómo quería tener 18 años y ser un héroe revolucionario para ella!
Pero era un niño, un nadie y, como si fuese poco, “mi novia” era la bigotuda Paulina. ¡No! Había
encontrado una nueva novia.

¡Adiós Paulina... esto es mejor!

Quise acercarme a ella pero una mano me agarró del pelo y me arrastró hasta un zaguán donde
había un montón de viejos asustados que insultaban a los “jóvenes comunistas sucios y
degenerados”. El policía que me “salvó” me dijo que no hablara que y que no me moviera.
Quería patearlo pero cuando junté coraje para hacerlo vi que una horda de hombres‐ratas‐de‐negro se abalanzaba sobre la barricada y que se desataba una batalla buenísima. Quise salir pero el flic me detuvo tirando de mi jopo beatlesco mientras yo pataleaba para escapar. Cuando al fin me soltó salía la calle y la batalla había terminado.

Había gotas de sangre por todas partes y mucha gente lastimada. Policías y estudiantes como los
zombis de las películas de terror. Corrí otra vez. Y quería llorar. Entonces quise volver a casa…y
no supe cómo. Me desesperé y caminé y caminé… rápido… no conocía a nadie y ya no había
gente que me gustara… eran como viejos rabiosos, hasta los jóvenes que veía parecían viejos..
algunos lloraban… las caras… las caras como deformes, todos corriendo…y corrí también.
Me hubiera puesto mi máscara de tigre rugiente, si la hubiese tenido a mano, para espantar a
esos espectros espantosos… estaba muy asustado, y no paré de correr. De repente, y no sé
cómo… me encontré frente a la puerta altísima del edificio donde vivíamos.

Antes de la paliza, mi padre me echó en cara de que me había perdido porque era un imbécil, que me creía grande pero que era un mocoso insolente irresponsable vergüenza de la familia y que debí aprender la lección de no alejarme de casa…y que eso me pasaba por hacerme el valiente, que lloraba como un bebé.. qué vergüenza…
Mi penitencia fue un fin de semana encerrado en el baño. Me pasaba el día pensando en Paulina y en la muchacha pelirroja sin nombre.


III

El Uvero

“¡DU SANG! ¡DU SANG!” gritaban rodeándonos. El hermano de Paulina (ni sé cuál era su
nombre), me estaba rompiendo la cara a piñazos. Trataba de pegarle, y creo que le di un par de
piñas en la cara (y me encantó pegarle) pero el tipo se puso furioso y me entró a dar y a dar
hasta que un grito enmudeció a todo el colegio. Era la voz de Paulina. La muchedumbre de
niños rabiosos se disipó. Mi amigo húngaro con los dientes podridos, el holandés de lentes,
Orquide y Brard se acercaron a consolarme.
Me sangraba la nariz, el labio inferior y los nudillos pero, en realidad, no me sentía mal, en
realidad, estaba como contento.
Ahí venía Paulina. Sonó el timbre. Paulina y yo nos quedamos solos en el patio. Caía una lluvia
finita y débil que nos hacía cerrar los ojos como si tuviéramos tics raros o moscas
revoloteándonos las cabezas. Me sentía muy bien. Me gustó que Paulina me salvara...
¡Qué autoridad! Y me gustaba estar lastimado por pelear por ella.

Bueno, la verdad es que el hermano me encaró porque había toqueteado a su hermana y lo
puteé y entonces me cagó a patadas. No me había peleado por el honor de Paulina, lo tuve que
hacer para defenderme del mastodonte gallego, nada más. Pero en ese momento me
imaginaba a mí mismo como un héroe. Paulina no me miraba. Miraba el charco del que bebían
sus coleópteros zapatos de charol.

Yo esperaba.

Era como si el corazón se me estuviese saliendo por las orejas y los ojos y por la boca.

“Ven... sígueme, tú...”, me dijo en un susurro.

La seguí hasta los baños y entramos a una cabina y ella trancó la puerta.
Se subió al guáter y comenzó a desabrocharse la blusa.
Caí de rodillas. Paulina se quedó ahí, muda: me mostraba sus senos perfectos, perfectos...
La luz del patio se encendió y la encandiló: abrió y cerró los ojos bien rápido como hace el uvero
con las alas justo antes de volar o cuando llega del cielo.
Cuando me di cuenta de que temblaba, también temblé. Tomó mi mano izquierda y la colocó
sobre su seno derecho. Sentí el pezón que se humedecía... ¿Sería la lluvia?
Subí mi mano derecha y rocé con la palma su pezón izquierdo.
El pecho de Paulina hacía fuerza para arriba. Sentí que su corazón rebotaba contra la palma de
mi mano. Paulina respiraba muy rápido. Retiré las manos y traté de deslizarlas por debajo de su
pollera de lana mojada y llegué hasta el elástico inferior de su bombacha.
Toqué algo que imaginé una flor bordada.

“¡AAAAAH!”, aulló y salió corriendo del baño.

Escuché el portazo que dio al entrar en su salón de clases.
No tenía fuerza para levantarme.
La mente vacía.
No me quería ir de ese baño inundado.

Y pocos días después, terminaron las clases y todos nos fuimos de vacaciones.

...


eduardo paz carlson, revisión diciembre, 2015



El patio, los baños, hoy.














Obra registrada, AGADU y La Biblioteca Nacional (Uruguay).
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.
Copyright, Eduardo Paz Carlson, 2008.  

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